El muchacho había tenido la gran suerte de poder conversar con su
bisabuelo durante sus vacaciones de verano en la serranía valenciana;
saciaba con ello su curiosidad sobre la forma de vida de hace más de
ochenta años. El anciano le contaba que de niño vivía junto a su familia
en una casa de temporeros aislada, de esas de dos plantas y mampostería
de piedra gruesa. Ellos dormían en la planta superior, mientras algunas
ovejas y el borriquito de la familia pernoctaban en la inferior. Así
aprovechaban el calor corporal de las bestias que ascendía y se colaba
por los intersticios entre los tablones de madera que componían la
tarima; «la calefacción de los pobres», la llamaba. Sobre todo,
recordaba al burrito Napoleón. Era terco, mordía y servía para más bien
poco, pero su madre le tenía gran estima y contaba muy pomposa que se
llamaba así porque, según la tradición familiar, era descendiente de un
linaje de pollinos traídos desde Italia por las tropas del corso durante
la ocupación francesa. Rememoraba haber cabalgado sobre su lomo peludo
cuando era casi un niño de teta y, junto a su madre, tenía que recorrer
la larga distancia que les separaba del pueblo, ateridos ambos de frío.
El viejo, concluido su relato, interrogaba al joven sobre la vida en
Valencia, interrumpiéndole de tanto en tanto para contarle que una vez,
siendo ya mozo, visitó la capital. Quedó deslumbrado por la altura de
los edificios, pero sobre todo por las luces, el bullicio de los
comercios de la calle Colón y el ir y venir de los elegantes coches.
Lamentaba, por último y de manera incoherente, no haberse subido nunca a
un avión para conocer América. El bisnieto, chico de su generación, le
advirtió que los coches ya no circulaban por el centro de la ciudad; que
las luces ya no deslumbraban porque cumplían con una restrictiva
normativa energética; que muchos comercios tradicionales habían tenido
que cerrar asfixiados por las cargas fiscales y laborales, por la
competencia de las grandes superficies y porque muchos de sus clientes
habituales ya no les podían visitar; que eso de viajar en avión ya no
estaba bien visto porque era un transporte muy contaminante, pero que en
tren, medio mucho más sostenible, en algo menos de una semana, se podía
llegar hasta el norte de Europa. El hombre, con cara de asombro y
visiblemente contrariado, aseveró que acabarían transportándose en
borriquito como él cuando niño. Eso no ya no era posible, le enmendó el
joven; los burros tenían sus derechos. Entonces, el nonagenario enarcó
las cejas y se acordó de aquel maestro con bigotillo que hacía mucho le
había contado cómo un equino llegó a ser senador de Roma.
Nota: este artículo fue publicado en la sección de Opinión del diario Las Provincias el día 11 de febrero de 2020.