
La Alemania
nazi ha sido objeto de estudio de diversas disciplinas como la Ética, la
Filosofía, la Sociología, la Psicología o el Derecho. La brutalidad del
régimen político instaurado asombró al resto de sociedades, aún más
incluso después de derrotada y descarnada su sociedad. La manipulación
propagandística de masas, la mixtificación de los orígenes raciales, la
violencia extrema como herramienta política o el despojo de la humanidad
del adversario horrorizaron a los observadores. Puede ser que el
carácter germano fuera el ideal para la implantación de semejantes
estrategias por su tendencia a lo colectivo por encima de lo individual,
a la formación marcial a la voz de mando, a la sublimación de la guerra
como acto revolucionario, a la aplicación del frío método fabril al pogromo. El filósofo alemán Oswald Spengler lo definía
así: «La estructura de la nación inglesa se basa sobre la distinción
entre rico y pobre; la de la prusiana, sobre la que hay entre mando y
obediencia». Las corrientes filosóficas alemanas que informaron al
nazismo establecían una dicotomía entre el «pérfido espíritu comercial
inglés» y el «heroico socialismo de guerra alemán». Esta revisión
crítica del socialismo marxista pergeñó la comunión dramática con el
nacionalismo romántico, dando como resultado el nacionalsocialismo o
nazismo. Con el paso del tiempo esta ideología se demostró aberrante,
pero hemos de entender que con anterioridad al descubrimiento de sus
ciclópeas atrocidades podía ser asumido como una alternativa moderna al
«decadente liberalismo» o un antagonista ideal del capitalismo.
Una vez derrotado el
nazismo se afrontó el proceso inverso: la desnazificación. Bien es
cierto que el tratamiento del asunto fue diferente si atendemos a qué
zona ocupada de la Alemania derrotada nos referimos, bien a la zona
controlada por los soviéticos o a la zona controlada por el bloque
occidental: EEUU, Gran Bretaña y Francia. El primero no tuvo más que
suplantar una estructura totalitaria por otra definiéndose a sí misma
como de «izquierdas» frente a la ya superada de «derecha reaccionaria»;
distinción bastante sutil. Más ardua fue la tarea en la zona occidental,
pues la superación de la doctrina hitleriana pasaba por la
reinstauración de un sistema parlamentario liberal por un lado, y por
otro por la liquidación del concepto de «Herrenvolk» o
«el Pueblo de Señores» que hasta ese momento articulaba el sentimiento
patriótico de pertenencia a la nación, y su sustitución por un
«patriotismo republicano o constitucional» al modo estadounidense o
francés. La ley siempre estaría por encima de cualquier intento de
subvertir un nuevo orden constitucional que debía ser «eterno» en su
parte esencial.
Relacionar el
fenómeno anterior con el nacionalismo vasco o catalán presenta siempre
una gran oposición por parte del radicalismo bienpensante, curiosamente
por esos mismos que empujan a toda una generación de jóvenes a la caza
frenética de «fascistas». El desarrollo de esta teoría puede pasar por
hiperbólica y exagerada, sin embargo son irrefutables las conexiones
filosóficas, programáticas, estéticas e incluso históricas entre todos
estos movimientos. Quedarse en la simple negación no hace desvanecerse
al problema, de igual modo que un médico no deja de tratar una patología
de temprana evolución o sintomatología con la esperanza de que se cure
sola. El nacionalismo vasco y catalán nacen de la derrota del
absolutista Carlos María Isidro de Borbón frente a los isabelinos: el
ultracatolicismo tradicionalista y foral frente a la opción liberal y
«mal cristiana» de Isabel II. Aquellos ya no encajaban en la España
«apóstata», era necesaria la construcción de un espacio alternativo
adecuado. Después llegó el Romanticismo y la profunda crisis económica y
emocional por la pérdida de las últimas colonias de ultramar; había
comenzado su construcción nacional.
Es cierto que
actualmente ninguno de estos dos nacionalismos utiliza la violencia
armada o física -salvo algún brote puntual- pero sí la
psicológica y sociológica. Además, han propagado entre su pueblo un
sentimiento de pertenencia racial o étnico por encima de la puramente
jurídica. En cuanto tienen ocasión expresan que su victoria será el
«Triunfo de la Voluntad», el cinematográfico «Triumph des Willens» de la musa nazi Leni Riefenstahl. ¿Les suena? Todo esto les conecta íntimamente con el totalitarismo que representó el nazismo. Otra vez el «Herrenvolk»,
el Pueblo de Señores, o lo que Salvador de Madariaga definía para los
castellanos de reconquista como «autolatría»: el pueblo elegido por
Dios. Un anacronismo.
Ambas sociedades, y
por extensión aquellas a las que han influenciado por el ánimo
expansionista -otra coincidencia más-, deberían afrontar su singular
«proceso de desnazificación» o desprogramación. Pero no lo harán,
primero porque no han sufrido los rigores de la más absoluta derrota
política, social y económica de los alemanes en el año 1945, y segundo
porque son movimientos profusamente blanqueados por un gran número de
defensores del resto de España. Disfrutan, pues, de un tratamiento
similar al que los socialistas franceses bridaron al bolchevismo del «terror revolucionario» de 1917. Entre los miembros de este grupo de
«enjuagadores» cuentan con un gran prestigio, pero no por las posibles
coincidencias ideológicas, sino por su gran potencial destructor del
Sistema.