Lo Spangolazzo


Pues que andaba yo entretenido en esos menesteres lectores que los seres de luz tanto mandatan a los fascistas como yo –ser primitivo, encorvado y membrudo- en busca de mi particular piedra de Rosetta, esa que permita liberarme del pesado manto fachoso que acoquina el gobierno de mi razón, absorto en la lectura de un tocho de mil páginas escrito por el nieto del celebérrimo Ortega y Gasset, José Varela Ortega, titulado «España, un relato de grandeza y odio». Les confieso que, aunque pongo gran empeño, pues mi naturaleza de franquista vil cuartea mi comprensión lectora, sigo sin hallar entre las páginas de estos grandes tomos esa proba II República de democracia límpida, o, incluso, esos «países catalanes» que ya alborean entre los destellos rojos, naranjas, amarillos, verdes, azules y violetas del hermoso arcoíris, tierra prometida y unidad de destino en lo universal de los españoles jaiminos. En ello estaba yo cuando, entre las exaltaciones de las glorias de los Austrias mayores, el refulgir de las corazas borgoñonas, el flameante rojo carmesí sobre fondo blanco de la Cruz de San Andrés en Pavía y la doncellesca admiración europea –de Pirineos hacia arriba- por la España imperial y la majestuosa sobriedad de sus césares, me topé con don José de Ribera y Cucó. «¡Otro valenciano universal!», me dije yo para mis entrañas. Como si me lo hubiera encomendado mi profesor de Historia de cuarto de la EGB  –ese que ya me trataba de usted- me apresté a refrescar y profundizar mis conocimientos sobre tan magno pintor del Barroco. Quizá en él se me desvelarían por fin las esencias socialista y catalana de mis ancestros. Pero hete aquí que, a resultas de las pesquisas, averigüé que si al susodicho lo motejaban los itálicos como «Lo Spangoletto» era debido a su corta estatura y a una desbordante ostentación de españolidad. Siendo tanto esto que cuando firmaba sus obras lo hacía de esta guisa: «Josephus Ribera. Hispanus. Valentinus. Setaben». De nuevo, una profunda decepción; este españolazo blavero de Játiva tampoco me servía.   

Nota: este artículo fue publicado en la sección de Opinión del diario Las Provincias el día 28 de octubre de 2019. 

UIP, el batallón hoplita

A través del «mike» de mi emisora escucho un frenético y confuso ir y venir de mensajes entre la sala de control y mis compañeros. Acierto a entender que están metidos en harina con un choro antipático. Pregunto a sala si necesitan de mi colaboración; responde afirmativamente. Procuro contener los nervios y no acelerar excesivamente mi carrera hacia el punto de conflicto. La defensa baila en su tahalí al compás de mi trote y golpea repetidamente mi muslo y mi glúteo izquierdos. Con la mano derecha procuro domeñar el molesto sube y baja del revólver. Llego a la zona. Dos compañeros pleitean airadamente con un varón de origen subsahariano de un metro y ochenta y cinco centímetros de estatura que ronda los cien quilos de peso. Esta vez el malote no ha asumido su papel de temblorosa liebre a la carrera; su formidable constitución física le empuja al combate. El individuo, que se zafa una y otra vez nuestros intentos de reducirle, luce ajustada en su muñeca izquierda una manilla de grillete; la otra, vacía, corta el aire peligrosamente y puede convertirse en un arma con muy mala leche. Libero del tahalí la defensa más con ánimo intimidatorio que con ganas de usarla; uno de mis compañeros imita mi gesto. El caco por fin administra su inferioridad numérica y sus fuerzas y decide apoyar firmemente la espalda contra una columna donde se falca. Presiono la parte posterior de mi antebrazo y la palma de mi mano izquierda en su pecho mientras sujeto con firmeza la defensa; ésta dibuja una extensión perfectamente perpendicular con respecto a mi extremidad superior. Noto su respiración nerviosa, el entrar y salir de las bocanadas de aire a sus pulmones. Permanecemos todos unos breves instantes en una pausa reflexiva. Unos segundos después comienzan a descender por las anchas escaleras que tenemos justo en frente unos individuos con uniformes azul oscuro inmaculado, botas militares y gorra de cuatro puntas cuya visera frisa cuidadosamente su campo de visión dejando casi ocultos sus ojos. Su atuendo no tiene el aspecto menos imponente del de los «pitufos» de la unidad de Seguridad Ciudadana o el de los «guindillas» de la Policía Local. El mangante, que tiene más calle que las veteranas rameras del barrio chino, los reconoce. Siento como su diafragma pierde de repente la tensión; su acto de rebeldía ha llegado a su fin. Poco a poco van rodeándonos más efectivos que lucen un león rampante amarillo en el arranque de su deltoides derecho. Este ratero con hipertrofia muscular ya no opondrá más resistencia a la detención; ha llegado la Unidad de Intervención Policial (UIP) de la Policía Nacional.
Pero rara vez estos guerreros urbanos se pueden permitir el lujo de lidiar con la delincuencia común. La naturaleza de su unidad siempre les sitúa como la vanguardia frente a los grandes desórdenes públicos. Manteniendo una estricta y marcial organización procuran no perder el contacto físico con el compañero que les precede -nadie quedará aislado- hasta esa aparentemente alocada arremetida final en racimo que busca disolver la muchedumbre enardecida como el detergente disuelve una mancha de aceite que flota sobre el agua. Sufren la incomprensión de una buena parte de la sociedad a la que sirven por una triste soldada, la de esos niñatos, revolucionarios de salón, que no comprenden que esa delgada línea azul que ellos dibujan con sus propios cuerpos les separa del caos y la tiranía, de la inconfortabilidad y la miseria. A ellos les da igual, son la puñetera legítima violencia del Estado frente a la violencia descontrolada. Como si el delicioso y opulento romanticismo victoriano de los perfumados lirios, nenúfares y hermosos muchachos de cabellos dorados de Óscar Wilde no se hubiera cimentado sobre la violencia imperial de las magníficas fuerzas expedicionarias británicas. ¿Cuándo superaremos la ensoñación anticlásica según la cual el músculo no debe ser escolta y compañero inseparable del cerebro mientras éste crea?
Durante estos últimos días las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado se han batido el cobre en las calles de Barcelona como jamás esta generación de nenes caprichosos había contemplado. Protectores corporales desgarrados, cascos ensartados, agotamiento, dislocaciones, rotura de huesos, profundas heridas, traumatismos incompatibles con la vida y el llanto de sus familias son el alto precio de la defensa de la Democracia que nuestros hoplitas modernos han pagado. El «tsunami democràtic» independentista, asido a una calculada barbarie antisistema, pretende la derrota del Orden Constitucional; el épico arrojo de la ya legendaria UIP junto, esta vez sí, a las BRIMO, nos dará una victoria aplastante que los narcisos de Moncloa no merecen hacer propia. Gloria a ellos